Roma: segunda parte
Los primeros meses en Roma demostraron ser un calendario repleto de sorpresas. Algunas de ellas fueron muy directas y muy sencillas, como comer la mejor amatriciana de mi vida. Otras fueron más penetrantes y personales por lo que, para explicarlas, me di cuenta que inevitablemente me tenía que remontar a unos tiempos más lejanos. Por eso, «Roma: segunda parte» comienza así…
Montevideo, 1988-2013
Desde que nací tuve un apego muy fuerte a mi familia. Como ocurre también en otras partes del mundo, lo que dirige a los uruguayos gran parte de sus vidas son las riendas de la cultura familiar. Los abuelos son sagrados, así como los almuerzos los sábados o domingos en su casa. Los cumpleaños familiares son cosa seria y no se puede faltar. Eso incluye ramificaciones más lejanas, como puede ser una prima segunda que justo es de tu misma generación y justo tu madre es una gran amiga de su madre, por ejemplo. Son eventos a los que «tenés que ir» porque «es familia», y hasta donde me alcanza la memoria, esa regla nunca estuvo abierta a discusión.
A su vez, el asado, una de las grandes tradiciones de mi país, puede tener y ser muchas cosas, pero el indiscutido rey del asado para mi siempre fue el «asado familiar». Hacer un asado en Uruguay comienza con el bondadoso que decide poner la casa, y sigue con la mejor parte: prender el fuego, ver a la gente llegar, ponerse al día, reírse, recordar al infancia, festejar algo y aplaudir al asador. Finalmente, termina la jornada con un grupo humano completamente fulminado después de un festival interminable de postres con alto contenido calórico proveniente de un desfile de harina con abundante dulce de leche. Gracias a la repetición de estos pasos durante una secuencia ininterrumpida de años, siempre sentí que asado familiar era como un cáliz de cariño, pero sobre todo, que era el mejor refugio ante cualquier cosa negativa que me estuviera pasando.
Por mi parte, yo crecí yendo todos los sábados de mi existencia a almorzar a la casa de mi abuela, Bita, que por supuesto era la ama y señora del asado familiar. El carácter religioso de estas comidas o asados era tal, que en un determinado momento llegamos a pasar lista de asistencia. Si algún primo, tío o sobrino faltaba mucho quedaba en evidencia en la mencionada lista que estaba estratégicamente puesta frente a la puerta de entrada prendiendo de un imán en la heladera. En definitiva, a estos almuerzos no se podía no ir. Pero la verdad, es que nadie quería no ir.
Cuando llegabas a lo de Bita tocabas el timbre y mirabas por la ventana de la casa que daba al portón hasta que apareciera una cabecita que te saludaba y te abría cuando te reconocía. Caminabas unos 20 pasos y empujabas la puerta de entrada blanca rodeada de helechos y flores de colores en macetas terracota, y atravesabas la cocina por un corredor oscuro hasta llegar al estar. Después mirabas hacia la sala grande para ver si había quedado alguien adentro, y sino seguías unos cinco pasos hasta la doble puerta que daba al jardín. Desde este punto, sobre una plataforma de piedras grises, mirabas hacia el glorioso parrillero bajo una pérgola de madera tupida de enredaderas y se te iluminaba la cara con el bullicio y el fuego prendido. Honestamente, no había nada más lindo. Un beso a todos los que rodeaban la mesa, saludo desde lejos a los que estaban jugando al fútbol en el pasto del costado, y mientras tanto, intentar pescar algo de copetín (el «aperitivo uruguayo» si se quiere). Una rutina que, en realidad, no por repetición sino por puro amor a cada instante, para cualquier uruguayo que la supo vivir seguramente se haya vuelto uno de los mejores momentos de su vida.
Así se dieron todos-los-sábados-de-mi-existencia hasta que mi abuela decidió reencontrarse con mi abuelo y mi tío. De hecho, mi abuela se fue un sábado de madrugada y ya tenía todo listo para recibirnos ese mediodía. Como hijos y nietos obedientes que casi siempre procuramos ser, hicimos el almuerzo como ella hubiera querido e intentamos llevar la situación con bastante optimismo (además de entre lágrimas que finalmente pudimos usar porque siempre que nos veía llorando nos decía que guardáramos las lágrimas para cuando ella no estuviera). En paralelo, también abundaba en el ambiente una enorme incertidumbre porque, en el fondo, sabíamos que de ahora en más ningún sábado iba a ser igual.
Esta fue una de las razones principales por las que, después de toda una vida de asados familiares, dejar a mi familia en el 2013 se sintió como la peor traición que le hice a mi corazón. Un corazón al que le llevó demasiado tiempo siquiera darme el beneficio de la duda.
Montevideo, 2013
Era un día espectacular de verano en Montevideo cuando, sentada en el escritorio de mi cuarto en la casa de mis padres, recibí la llamada de un número desconocido que empezaba en «+1» . Atendí con cautela para no emocionarme antes de tiempo, pero al cabo de unos segundos ya sabía que era la llamada que hacía meses estaba esperando: me iba a vivir a Washington, D.C.. Escuché los detalles de la propuesta (que acepté a la velocidad de un rayo), corté la llamada y atravesé el corredor hasta encontrarme con mi madre que estaba tejiendo en el mismo puesto del sillón que al día de hoy usa para esa actividad. Le conté emocionada lo que había pasado, y automáticamente comencé con los preparativos de lo que, aún no lo sabíamos, iba a ser la partida definitiva del país que me vio nacer (me había ido a Buenos Aires a vivir hacía 4 aaños, pero por la cercanía de las ciudades, me daba el gusto seguido de pasar unos fines de semana en Montevideo).
En medio de todo este revuelo, a mi madre se le ocurrió soltar al aire unas palabras que cambiaron el rumbo del viaje:
—Ah, y acordate que tenés una prima en Washington.
—Perá, perá, perá…. ¿cómo?
—Si, si. La hija de Fernando un primo mio, vive ahí hace años. ¡Tendrías que ponerte en contacto!
Y como si realmente hubiera otra opción tan obvia, eso fue lo que hice.
***
Una vez confirmada mi ida a Estados Unidos llamé a mi prima que no dudó un segundo en ayudarme a buscar una apartamento en D.C. y me prometió presentarme a sus amigos, algo que cumplió apenas llegué. Al cabo de apenas unas semanas estábamos haciendo un viaje en auto juntas donde me contó que estaba embarazada. Por más de que no había pasado tanto tiempo, compartir esos momentos juntas me ayudó a sumarla a mi lista de núcleo familiar tanto a ella como a la nueva sobrina que llegaba próximamente a este mundo.
De esta forma, gracias a nuestra conexión familiar y la relación que fuimos forjando, fui amasando las venas que me ataban a mis raíces hasta que mi corazón me alcanzó en Washington D.C. y comenzó lentamente a perdonarme. Mi prima ya no era alguien que simplemente «había encontrado», sino que era el símbolo hecho persona de que en realidad no había dejado a mis afectos atrás, sino que estaba haciendo lugar en el camino de la vida para expandirlos.
Bogotá, 2020
Se suponía que viajábamos a Roma en marzo del 2020, pero todo se atrasó por la pandemia. Eso no evitó que mi madre, desde el mismo puesto del sillón del que me había dado la noticia de la presencia de una prima en Estados Unidos hacía 7 años, me dijera:
—¡Ah! ¡Qué divino Roma! Además tenés una prima en Roma.
—Perá, perá, perá…. ¿cómo?
—Si, si. La hija de Gonzalo, mi primo, vive ahí hace años. ¡Tendrías que ponerte en contacto!
Y como si realmente hubiera otra opción tan obvia, eso hice, solo que me puse en contacto con ella varios meses después del anuncio, cuando la situación en Italia mejoró y concretamos la mudanza.
Roma, marzo 2021
Cuando llegamos sanos y salvos a nuestro AirBnB en Roma, junté agallas y le escribí:
«Hola Flaminia, ¿cómo estás? Soy tu prima, ja.» Un mensaje bastante jugado, pero en mi defensa, ¿qué se le dice a una prima que no sabías que tenías y que por obra de nuestros padres estamos en un intento descabellado por conectar por primera vez después de años de desconocer nuestra existencia?
Luego de un intercambio breve, me propuso algún día ir a tomar un café, y ese día fue exactamente una semana después. Quedamos en encontrarnos en la Piazza del Popolo, y de ahí ir caminando hacia Via del Corso para comprar un regalo de cumpleaños de su hijo, Mateo.
Para esta altura, Roma todavía no había abierto completamente. La presencia policial era más fuerte de lo normal (especialmente en lugares como la Piazza del Popolo) y la reducción de la circulación por las calles del centro era tal que la ciudad parecía un set vacío después de meses de rodar una película.
Era la primera vez que salía a dar vueltas en Roma sin Andrés, que siempre sabe dónde estamos o cómo hacemos para llegar al lugar objetivo. Su seguridad cuando se mueve por las ciudades me resulta envidiable y, al mismo tiempo, funciona como antídoto para mi intermitente agorafobia. Pero como solemos hacer los que vivimos con distintos estados de ansiedad en esta vida, el día de la cita con la prima que no sabía que tenía, respiré hondo y me armé de conocimiento del trayecto que debía hacer como un escudo frente al pánico. Después planteé la compañía de Andrés como punto de partida y la compañía de Flaminia como punto de llegada para lograr lo que en ese momento mi cerebro me decía que era una carrera olímpica de mil metros con obstáculos bajo lluvia. Puse un pie afuera y se me incendió la frente, pero como todo parecía indicar, llegué a la cita en hora y sin un rasguño.
Una vez en la plaza, respiré profundo unos minutos para controlar las palpitaciones hasta que nos vimos de lejos y levantamos las manos para acercarnos. Nos saludamos con el codo y bajamos nuestras máscaras para hacer un mejor reconocimiento de los rostros, pero lo que iba a ser una acción de apenas unos segundos se demoró un poco más para analizar detenidamente el mentón y la boca de la otra, todas facciones que nos confirmaron que compartimos sangre: «¡Pero si hasta nos parecemos!», nos dijimos, y comenzamos una caminata que, así como los asados en su época, también supo ser un refugio de los demonios que de a ratos me amargan la vida.
Isola del Giglio, 2021
Mi prima tiene posiblemente una de las mejores historias que escuché en los últimos tiempos. Flaminia es una mujer fuerte, profesional, inspiradora y amorosa que, junto a su marido, decidieron hacer un cambio radical en su vida. A grandes rasgos, la historia va en que un tiempo récord vendieron su empresa y su casa y compraron un hotel en la Isola del Giglio al que llamaron La Guardia. Ahora trabajan en este paraíso con vista al mar (o mejor dicho, sobre el mar) a aproximadamente 3 horas de Roma.
Pues, tal como se dieron las cosas, entre que nuestras familias se conocían y nuestros muebles se atrasaban en el medio del océano Atlántico, hicimos un viaje para conocer el hotel en la Isola del Giglio. Lo que iba a ser una estadía de dos días se convirtió en una inmersión en la vida de la otra en más de una semana.
Hicimos las noches más largas que el tiempo con charlas igual de deliciosas que el vino puesto en el medio de la mesa principal del hotel, al que aún le faltaban algunos días para ver a sus primeros verdaderos huéspedes de la temporada. Si cierro los ojos ahora para recordar esos días, nos veo a Andrés, Flami y a mi sentados en un hilo de luz tenue con el sonido de las olas y un pequeño destello del faro de fondo.
Esta imagen, en perspectiva, se convirtió en la traducción italiana de la pérgola con enredaderas de Montevideo. Al igual que ocurrió en Washington con la otra parte de mi familia ampliada, puede que no estuviera específicamente el acto del asado, pero les aseguro que la comida, la tranquilidad de un aroma añorado y la compañía de la familia se sintieron como el mismo ritual. Un ritual que, a simple vista, parece completamente distinto, pero adentro mío no lo es tanto. Es algo que aunque esté pasando por primera vez, el corazón lo siente como la vivencia de algo conocido. Y como estamos tratando de estar más juntos y en contacto —mi corazón y yo— le dije suavemente en nuestro idioma: viste, tenías que confiar en mí.
Roma, junio 2021
En Roma hicimos posiblemente el mejor aterrizaje de nuestras vidas. Mejor de lo que podías imaginar gracias a todo esto. Los pasos siguen siendo firmes aunque no seguros, y los sueños siguen siendo grandes pero no imposibles. Estamos digiriendo todo un momento a la vez… una vista a la vez.
Las vistas de Roma son algo muy especial, y me dejan en un estado de pausa emocional tal que me ayudan a ver mucho más claramente todo lo que estamos viviendo. Es como si me dejaran hipnotizada unos segundos. Mi preferida hasta el momento es una que dura seis segundos y que empieza en el extremo del Ponte Garibaldi que pisa Trastevere y termina después del primer tercio del mismo puente que mira hacia la cúpula de San Pedro. Sin importar la hora del día, esos seis segundos son, desde que los vi por primera vez, los seis segundos que me mostraron lo que es estar verdaderamente presente. Cuando paso por ahí es como si la gente alrededor empezara a caminar en cámara lenta y la brisa contuviera su respiración. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… son seis segundos donde amarro todo el poder del momento, donde me doy cuenta que esto es real. Es una sensación que me alucina completamente. Son Seis Segundos donde, como mensaje del pasado, me llega un mensaje de adentro que me dice al palpitar: te perdono.
Gonzalo Pérez del Castillo
on 6 agosto 2021Qué lindo tu relato María. Empezando por lo de los almuerzos de Sábado en lo de tía Estela ( Bita para tí). Pasé a saludar algún día que andaba con tiempo y tenía ganas de verla y también a los primos.
Recuerdo también el día de su entierro que fue muy triste porque era tan evidente cuanto la querían.
Que te hayas encontrado y “reconocido” con Flaminia nos da a todos una gran alegría.
Por ambas!
Decile en su idioma a tu corazón que puede estar tranquilo.
Maria del Carmen Perrier
on 6 agosto 2021Ay Gonzalo, ¡qué lindo!!! Gracias por compartir esos recuerdos y por el mensaje que, dalo por hecho, fue enviado :). Beso grande!
Elaiza Gloria
on 7 agosto 2021Me encanto Maria! No parece haber duda de que Roma es muy especial para todos los “Perez”. Seguramente nuestros abuelos se han “puesto de acuerdo” para que sea un lugar de “encuentros maravillosos” que generan lazos fuertes que acompañan toda la vida. Beso grande tu prima Gloria
Maria del Carmen Perrier
on 7 agosto 2021¡Hola Gloria!
Alucino con la maravilla de ir conectando con aún más familia. ¡Qué dicha!
De a poco empiezo a entender la relevancia de Roma para los Pérez y, de alguna forma, eso me ayuda a comprender aún más por qué, quizás, terminé acá. Los abuelos felices ahí arriba, ¡no lo dudo! ¡Beso gigante y gracias por escribirme!!!
Rosina Otegui
on 7 agosto 2021Muchas gracias por tu relato ! Un placer leerlo …
Que alegría saber que encontraste en tus primas un refugio, en Washington y en Roma. Y así cómo tu les diste a ellas un lugar en tu corazón y en el mundo de tus afectos, seguramente ellas también te hicieron lugar a ti en el suyo y por eso se reconocieron y se conectaron …
Que sigas disfrutando de esos 6 segundos en el Ponte Garibaldi que tan bien te hacen sentir y que sigan con Andrés descubriendo Italia …
🤗😘🙅♀️
Maria del Carmen Perrier
on 7 agosto 2021Gracias mi tía divina! Roma es encantadora, pura inspiración y maravilla. Espero seguir acumulando segundos por todos lados 🙂
Fernando
on 7 agosto 2021Loca disfrute mucho tu sentir, que lindos recuerdos y que bueno verte feliz. Roma divina me tira el Rachetti me encanta Italia, beso grande abrazo a Colombia
Maria del Carmen Perrier
on 16 agosto 2021¡Gracias tío querido!
Siempre acompañando en cualquier parte del mundo en la que termine esta dupla saltamontes. Beso enorme!