Te dejo ir, y después, recuerdos.
Todo empezó hace algo así como 8 años cuando mi hermano mayor me dijo: «No te apegues a las cosas, aferrate a los recuerdos«. Ese día empezó un nuevo capítulo en mi historia, un capítulo de sanación, si se quiere.
Mi abuela había fallecido hacia algún tiempo y yo no podía con mi corazón roto. Sospechaba que, como era de predecirse, todo lo físico que una vez me había hecho sentir inseparable a ella, iba a empezar a desaparecer. Su casa, sus muebles, su jardín, sus comidas… La rutina alrededor de mi abuela, que yo amaba con locura, todo, poco a poco, lo veía irse con el alma arrugada.
Para peor, al tiempo comenzó el dilema de qué iba a ser de El Sauce, la estancia que desde hace casi 100 años pertenecía a nuestra familia y donde mi abuela, mi madre, yo y todas las personas de esas tres generaciones, crecieron y convivieron. El día que caí en cuenta de eso, el tiempo a mi alrededor se detuvo por completo en un estado de congelación difícil de describir. Ese fue el mismo día en que mi hermano me dijo: «Beba, no te apegues a las cosas, aferrate a los recuerdos«.
Puede que no sea algo sumamente elaborado ni filosófico, pero yo nunca me había detenido realmente a pensar en el verdadero significado de ese conjunto de palabras, que tomaron otro cuerpo en ese preciso momento. ¿Qué es lo que me duele? Si, en verdad, esa no es ella y tampoco hay forma de suplantarla.
El intercambio con mi hermano, tan corto y tan potente a la vez, fue puntapié que me llevó, en todos estos años hasta el día de hoy, a pensar más detenidamente en los recuerdos. Siento que son de las cosas más importantes de la vida y, muchas veces, carecen del protagonismo que merecen. Las fotos quedan archivadas en una «nube», el día a día nos pasa por arriba, y las reuniones con amigos y familia son cada vez más escasas por la carga de trabajo y las tareas que ocupan casi la totalidad de nuestro tiempo despiertos. Algo me dice que eso, simplemente, no es justo.
Con El Sauce finalmente no ocurrió nada durante algunos años. Seguimos disfrutando la estancia junto a mi familia hasta hace exactamente tres meses cuando, finalmente, se dividió en cuatro. Pero para esta altura lo que me había dicho mi hermano ya había dejado una huella en mí, me había hecho pensar y, al final, debo decir que lo que tanto me aterraba ni siquiera me dolió. Al revés, pude vivir la separación como una verdadera fiesta de su vida y su legado, y todo lo que surgió desde entonces hizo parte de la página en blanco que ahora completamos con nuevos recuerdos. Distintos, de otro tipo, con más protagonistas, con otras características. Estoy convencida de que es una etapa nueva que también merece vivirse al máximo, y en eso estamos.
En la despedida, mientras caminaba por última vez por la entrada de la estancia, me di cuenta que había desarrollado con éxito una herramienta que me cambió la vida. Lo que pasó fue que, año tras año, fui haciendo el ejercicio de trasladar todo ese peso emocional de las cosas, a mi corazón y mi mente. El recuerdo comenzó a ocupar partes de mi cuerpo que, con soltura y cintura, se amoldaron a una nueva forma de existir.
A medida que se integraba cada recuerdo a mí, las células se fueron renovando y floreciendo. Mi corazón fue sanando a duras penas, porque entendí que ya nadie me podía quitar algo que estaba dentro mío. Irónicamente, los mismos recuerdos dejaron de alojarse en cosas para convertirse en cosas ellos mismos, que ahora estoy segura de que se irán con el cuerpo cuando deje de funcionar para siempre.
Ese poder que le quité al objeto, a la casa, a sus cosas, me dio fortaleza. Ella no está más ahí, el «valor sentimental» no está más ahí, está acá, adentro mío. Con esta maduración me volví guardiana de mi propio amor y de la historia de mi vida, un título que llevo con orgullo. Y la mejor parte es que este proceso, una vez iniciado, no tiene vuelta atrás.
Curiosamente, hablando de otra cosa con una amiga la semana pasada, me dijo, «la mejor parte de trasladar el sentimiento de las cosas a uno mismo es que aprendes a vivir más liviano«. Es tan cierto. Los días son más livianos, y también lo son las preocupaciones. Preocupaciones, además, con desarrollo y resultado totalmente por fuera de nuestro control y, por ende, sin sentido. Si lo vemos así, nos damos aún más cuenta de que, si no le ponemos empeño a este traspaso, estamos posiblemente destinados a hundirnos en una interminable tortura emocional.
Publico esto en un día especial. Mientras escribo este último párrafo una topadora está tirando abajo su casa, donde pasé todos los sábados durante 3/4 de mi vida, cada navidad, y cada encuentro íntimo con ella al lado de la estufa. No soy de hierro. Ver alguna foto de eso me duele, pero cuando el dolor comienza vuelvo a mi ejercicio y tomo conciencia de que, cuando quiera, con mis recuerdos, puedo volver a ese lugar.
Así pues, con mi futuro en una mano y mis recuerdos en la otra, me propongo para el año que viene que más cosas sean más livianas. La frustración más liviana; el dolor más liviano; la decepción, ¡mucho más liviana! Porque, a fin de cuentas, la liviandad es, en realidad, libertad.
Stella
on 15 noviembre 2019Emocionante, emocionante, emocionante…!