Querido Sauce
Hay tantas cosas que te quisiera decir, en parte, porque quiero que nuestro diálogo sea infinito. En parte, porque quiero que hablemos, aunque sea en sueños, para siempre.
Mis veranos eternos de diciembre a marzo, oliendo ese inconfundible olor a pasto y sintiendo que cada atardecer parada frente a la portera me acercaba más al sol, fueron los mejores de mi vida. Con el tiempo, supe valorar mucho más la paz que me regalaste, una paz que no sentí en ningún otro lugar.
Me diste los mejores momentos de mi vida con mi abuela, La Bita. Desde las Semanas Santas cosiendo cuadrados rojos para el “Family Day”, hasta las horas incontables de “buraco” (que jugaba aunque lo odiaba) y las mil veces que le pedí que me pusiera puntaje cuando me tiraba del trampolín de la piscina, su voz retumbando en los árboles del parque y cada pared de tu casa será por siempre la música de mis oídos en los momentos de nostalgia y silencio.
Querido Sauce, estuviste ahí cuando esperábamos que llegara el camión naranja con golosinas que comprábamos con algunas monedas que siempre nos daba La Bita. Cuando veía llegar a mi padre con cajas de alfajores los viernes de las vacaciones de verano desde Montevideo y me daba copetín por debajo de la mesa porque era solo «para grandes». Cuando se me cruzó la idea de ser peluquera y la monté junto a la manguera de la ventana del cuarto de La Bita. Cuando me quedaba horas en el parque para no hacer ruido en la hora de la siesta. Cuando le pusimos nombre al árbol del aljibe “Trepa-Trepa”. Cuando me puse a vender butias y se los ofrecí a la Bita y me dijo: “pero mi vieja, estos ya son míos”. Cuando festejé mi cumpleaños con mis amigas y jugué a las basas descostillada de la risa mientras se balanceaba la lámpara de resorte de un lado para el otro. Cuando festejamos con Andrés nuestra luna de miel con amigos en unos días en que pude mostrarles nuestra relación tan especial.
Querido Sauce, gracias, porque me enseñaste algo que hoy soy consciente muy pocas personas pueden saber a lo largo de su vida: el valor de la libertad. Porque cada vez que galopé, cada vez que caminé al Cristo, cada vez que di vueltas por el camino de las casas, sentí que la desconexión que solamente vivía ahí era lo que realmente me permitía ser quien era yo. O mejor aún, convertirme en algo mejor de lo que era.
Querido Sauce, quizás sin saberlo te volviste las venas de la familia. Porque desde Don Isaac, pasando por la Bita y después por mi valiente, excepcional y sabia madre, entendí que solamente —y solamente— poniendo a la familia, no solo primero, sino en una posición intocable frente a cualquier tipo de adversidad, es como se llega a un encuentro como el que vivimos hoy. Porque tal como se dio mi vida recorriendo todas partes del mundo es que soy consciente de que en el transcurso de nuestra historia mucha gente entra y sale sin parar sin que lo podamos controlar. Sin embargo, gracias a lo que sembró Don Isaac, regó La Bita y que hoy cosechamos, hay personas fijas, fieles y únicas que siempre son protagonistas de los mejores momentos: tíos, padres, hermanos, primos, sobrinos.
Querido Sauce, de ningún lugar hablo con tanto orgullo como de ti, y hoy sigo esta vida con la humildad de que fui una afortunada de ser parte de tu vida.
Querido Sauce te vas y no te vas. Porque mientras estés en mis recuerdos, en la memoria de mis sobrinos y todas las generaciones por venir, vas a tener vida para mi. Porque a fin de cuentas, por eso decidí llevarte tatuado en la piel, para que me refresque cada mañana cuando me levanto todos estos recuerdos, olores y enseñanzas, y que así me inspiren y acompañen hasta el día que me muera.
Querido Sauce, querida Bita, gracias.
Image by Nancy Ferraro from Pixabay
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