No lo soñé
Esos días en que la presión, los recuerdos de fantasmas pasados y las dudas invaden, apoyar la cabeza en la almohada no es suficiente para calmar la mente. Me doy vuelta y pongo mis manos en el medio del pecho haciendo presión para contener el nudo que habita adentro. Si hago más fuerza desde afuera, ¿será que logro combatir esto?
Cuando no pasa y me doy por vencida con esta técnica me propongo atacar desde mi mente. Nos aliamos.
– Vámonos de acá – me dice.
‘Acá‘ siendo este plano.
Con el cuerpo aún apoyado con fuerza contra el colchón y los ojos cerrados, paso de un lugar oscuro a un espacio totalmente en blanco y, después de un golpe rápido de luz, me despierto parada en una ruta de pedregullo. Alrededor hay mucho verde; es el campo. ¿Qué está pasando? Miro mis manos y efectivamente soy yo, con el tatuaje de una luna en la muñeca izquierda y la marca de la estancia de mi familia en la derecha. Me quedo mirando esta última y le paso el índice de la mano izquierda por arriba. Sí, soy yo. Llevo short, zapatillas y remera, es verano. Dejo la sorpresa a un lado y me dispongo a caminar antes de que me dé sed y que eso me despierte.
Camino mirando para todos lados buscando algo que me indique donde estoy, hasta que diviso a lo lejos esa fila de árboles desparejos inconfundible. Empieza con uno flaco y bajo, una palmera típica del lugar, dos o tres más de diferentes alturas y enseguida la casa. Reconozco dónde estoy parada.
Después de una pequeña loma, a un lado del camino se ubica el cerco de piedras inconfundible, y al otro lado mi camino, el que tengo que seguir y que vine a ver, marcado por la misma señal que tocaba hace unos minutos en mi muñeca.
– Me gusta el lugar donde me trajiste – le dije.
Caminé respirando consciente, sintiendo la brisa caliente y el olor de un lugar tan familiar. No sé si estoy sola pero no me siento sola, aun cuando no veo más movimiento que el de las hojas y el pasto alto. Camino un rato con los ojos cerrados, camino al fin respirando en paz, hasta que llego al camino hacia las casas. En cuanto me dispongo a doblar, veo a alguien más adelante hincado o sentado donde se ubica el Cristo que cuida esta tierra hace ya demasiados años y me provoca cambiar el rumbo. A medida que me voy acercando reconozco quién es y me invade una ilusión que no puede conmigo. En total silencio, me acerco atravesando con cuidado la pequeña portera que separa el camino de la cruz y me siento a su lado. En ese momento, dirige su mirada hacia mi y se le ilumina la cara. Me estaba esperando.
Estamos en silencio un rato, no mirándonos entre nosotros sino mirando el Cristo en la cruz bajo ese techo de madera y paja con un rosario verde de plástico colgando y unas flores. Algunas son artificiales, otras frescas y brillantes que tienen un aroma delicioso a jazmín, un olor muy suyo. Al pasar un rato se para y yo detrás, paso la portera y caminamos en la dirección que iba a ir en primer lugar. Siento rozar mis zapatillas con piedras del camino, hasta eso es familiar. El paseo termina al llegar al pequeño portón blanco que lleva a la entrada, ese que nunca voy a poder abrir en el primer intento. Empujo primero hacia mí y después hacia adelante, me tranco primero y después lo logro.
En un día tan perfecto de calor sin calor y aire puro, pasamos a instalarnos en los sillones que rodea el parque, tan impecable como siempre. Antes de sentarme, aprecio cómo se nota su estadía, que ya lleva siete años, por las macetas llenas de flores en las ventanas de borde amarillo mostaza y esa sensación de orden y cuidado total de cada uno de los rincones de la casa. Temo cruzar miradas por las dudas de que se vaya y deje de sentir su presencia, pero en un momento de debilidad veo en sus ojos algo que nunca había visto antes, parece ansiedad y nervios. ¿Pero si soy yo la que se muere de nervios de lo que está pasando?
En ese instante, sus ojos me señalan algo hacia el sillón de hamaca de tres cuerpos y, en cuanto miro, se me paraliza el cuerpo. Sentado y mirando hacia abajo hay alguien a quien solamente reconozco por fotos. Parece muy concentrado en algo que lleva en sus manos y no sé qué hacer, pero de nuevo el impulso de su mirada me lleva hasta su lado. No es sino hasta que me siento junto a él que nos miramos y reconocemos. Es tal cual me lo imaginaba, elegante y fuerte, con la totalidad de sus expresiones emanando ternura.
– Me gusta el lugar donde me trajiste – repito.
Este momento es mio y lo voy a absorber con cada célula de mi cuerpo. Me saco las zapatillas, busco la aprobación para poner mis pies arriba del almohadón totalmente blanco y, en cuanto la tengo, me acuesto con la cabeza apoyada en sus piernas. Siento el corazón latir tan fuerte que esto no puede ser mentira. Busco el tatuaje de la muñeca derecha de nuevo para tocarlo y confirmar que soy yo, y ahí está.
Durante ese rato no hablamos en ningún momento, pero todo lo que me tenía que decir lo dijo a través de las caricias que le hizo a mi cabeza mientras descansaba en su falda. Fue un rato largo y perfecto de recuperar tiempo que perdimos, siempre bajo la mirada cálida de ella que permanece sentada en uno de los pequeños sillones del otro lado de la mesa verde que nos separaba. Siempre imaginé que ahí es donde había elegido estar, y ahora lo sé con toda certeza.
Ahora sí me puedo disponer a dormir en paz sin inventos para espantar nada. La vida me avisa que no me puedo quedar acá y que tengo que volver, y eso es también lo que quieren ellos. Estiro la mano como para decirle adiós y vuelvo a cerrar los ojos para dormirme con las caricias en la cabeza que sigue constante y cariñosamente haciéndome mi abuelo.
Al otro día, me levanto con una sensación de duda y tranquilidad, ¿qué fue eso?. Solo sé que sea lo que fuese, ahora que descubrí cómo llegar, no hay nada que me haga perder en el camino.
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