Modo Avión
La primera vez que lloré en un avión fue la primera vez que crucé el océano Atlántico. Eso ocurrió exactamente en el año 2009 cuando embarqué rumbo a Manchester, Inglaterra, a perfeccionar el inglés durante unas semanas. Subirme a un avión no era algo totalmente nuevo para mi. Sin embargo, la sensación de cruzar el océano por mi cuenta pudo más que el sueño que quería inducir la hora que marcaba el reloj y terminé en un espacio desconocido que luego descubrí que solamente abre sus puertas a más de 10.000 pies.
A veces pienso que por eso adquirí la costumbre de sentarme en la ventana, así tengo la libertad de mirar hacia afuera siempre que sea necesario y que no me vean las lágrimas correr por las mejillas. Por el tamaño de esas lágrimas a veces también pienso que les tendría que llamar gotas. Estas pesan.
No es que ocurra siempre, pero sí soy consciente de que, al subirme, existe una gran posibilidad que mis entrañas decidan cruzar el umbral hacia ese lugar que solamente se me permite la entrada cuando estoy en el aire. ¿Por qué? No lo sé. ¿Lo disfruto? No, no necesariamente, pero a la vez no me lastima. Ahora que lo pienso, no estoy segura de que esa respuesta me convenga.
Tampoco es consecuencia de ver alguna película dramática, aunque es real que lloro más con las películas si las veo en el avión. No importa si ya la vi o si tengo la seguridad de que en tierra firme no me provocaría nada en absoluto. Ahí me quedo, lagrimeando frente a una serie de imágenes adaptadas para entrar en esa minúscula pantalla a dos minutos de que el personaje regresó a su casa y simplemente dijo ‘hola’.
—Qué ridícula.— pienso.
Luego sigo.
Pasé años convencida de que era un ser totalmente incomprendido, no por esto únicamente, por tantas otras cosas, pero un buen día supe que la puerta de los 10.000 pies también se le abre a otras personas. Qué tal revelación viví ese día. Con los ojos abiertos como platos, me detuve a mirar fijamente a quien había sacado el tema y al mismo tiempo escuchando a una voz adentro mío que decía: cómo puede ser que otra persona —de lo que quiero pensar es un grupo selecto de incomprendidos— puede sacar este tema como si fuese algo tan superficial. Me sentí indignada e incoherentemente aliviada de que esa revelación me convertía en algo más normal, más lógico. Esa persona tampoco parecía tener una mínima idea de las razones de esta curiosa reacción y cómo es que, ante la elección de llorar y no hacerlo, al parecer todas elijen la primera opción.
Lo que pienso es que en esa caja de metal sin opción de salida todo se magnifica. Las desgracias del personaje de la película, la alegría de la pareja del asiento delantero, la melancolía de la persona del asiento de atrás mirando por la ventana, la pena por haber perdido algo, la nostalgia por haberse despedido, el miedo de lo que hay después, los arrepentimientos de nuestra propia historia… todo se acorrala en absoluta claustrofobia. Y aún así, bajamos, subimos y lo volvemos a elegir.
Es momento de ajustar el cinturón. Guardar la mesa. Enderezar el asiento. Abrir la ventana. Divisar la tierra debajo. Reconocer una pista. Sentir el temblor de las ruedas que se despegan del avión.
Cierro los ojos y cae la última gota. Se detiene la respiración. Se siente otro temblor, ahora por el contacto con el suelo. Respiro de nuevo. Abro los ojos, y quito el modo avión.
Smaria
on 22 mayo 2018Q bueno…!!!
teresa favaro
on 23 mayo 2018Buenísima reflexión, acepto que es algo mágico el «modo-avión» y que tal vez a unos nos conmueva mas que a otros, también supongo que dependerá de la cantidad de vuelos que se puedan hacer en la vida…..el que viaje permanentemente por negocios, tal vez se pierda esa emoción de volar a la aventura y a lo «nuevo»
Siempre te sigo..sos crack
Miss you
Maria del Carmen Perrier
on 23 mayo 2018¡Es cierto! Quizás depende de los motivos, y ni que hablar del grado de sensibilidad de cada uno. Cosas de la vida…
tqm!
Gracias por estar 🙂
Cristina Martinez
on 1 junio 2018Hola Maria, me gusta tu publicacion y me siento muy identificada. Cada vez que viajo a Uruguay, algo asi como cada 2 años y llega el momento de la despedida es horrible, cuando el avion levanta vuelo y Uruguay va quedando lejos, solo Dios y yo sabemos como lloro y ya no me da verguenza que me vean hacerlo. Hay que dejar fluir las emociones, para eso somos humanos! Saludos desde Honduras!
Maria del Carmen Perrier
on 9 julio 2018¡Hola Cristina! Qué bueno es sentirse liberado de todo eso. Lo cierto es que volver al lugar de ‘donde somos’ es una sensación difícil de explicar, pero lo que haya que procesar, mejor hacerlo, porque si se retiene es peor. Te mando un abrazo enorme y gracias por leer Yo No Soy de Acá 🙂