Diario de Viaje: Viena
Parada Dos
VIENA
Llegamos a Viena muy temprano en tren desde Budapest. La verdad que el cambio de ambiente es radical. La estación de Budapest dejada y sombría, la de Viena moderna y llena de movimiento. Esto fue un despertar forzado al estilo, «ok, a cambiar el chip».
Fuimos directamente al Hotel Magdas, muy cómodo y lindo y a apenas una estación de metro del centro. Después de hacer check-in fuimos a recorrer con la guía de Dany, mi hermano en Barcelona y Austríaco de nacimiento que nos pasó buenísimos datos.
Empezamos por la Catedral de San Esteban, centro e ícono de la ciudad. La cantidad de turistas se mezcla con los locales por esta zona, donde sobresalen varios personajes disfrazados de Mozart vendiendo entradas para la ópera. Desde ahí se recorre fácil el centro en forma de círculo. Nosotros fuimos en dirección sur hacia la plaza Albertina y desde ahí en comenzamos el recorrido en sentido horario.
La verdad es que no hay esquina del centro de Viena que no sea necesario frenar, tomar aire y mirar hacia arriba las maravillas de todos los edificios. La perfección que se ve, pero también se siente, en cada rincón es impresionante. Viena maneja unos niveles de majestuosidad que son comparables con los de Paris, donde todo es objetivamente perfecto, donde la historia se respira y donde se revela el orgullo de los locales por ser parte de semejante ciudad.
Ahí comimos en uno de los mejores lugares del viaje, Bitzinger. Nada de manteles, sillas ni mesas. Bitzinger es un carrito de comida en la misma plaza Albertina con las mejores salchichas, cerveza y papas que recuerdo haber probado. La fila es testigo de la delicia del lugar y, para lo que son los precios de la ciudad – un café americano puede salir 5 euros como si nada – es más que conveniente.
De postre fuimos a comer la famosísima torta Sacher, inventada en 1832 y desde entonces ícono gastronómico austríaco. Hay dos lugares donde se puede comer en el mismo Hotel Sacher, ambos fáciles de identificar por las filas afuera. Como pasa con algunas cosas muy turísticas, creo que la torta en sí es un mito. Es decir, no es la quinta maravilla de sabor. Sin embargo, la cosa va más por el entorno y la historia de la primera torta de chocolate.
Desde este punto del recorrido, la vuelta más típica para seguir es pasar por el Museo Albertina, el Parque Burggaten, el Palacio Hofburg, la Casa Imperial de Mariposas (Schmetterling), la plaza de María Teresa con los dos museos enfrentados, y terminar por el Parlamento. Es una caminata intensa, pero con buen clima se puede ir descansando en los bancos de las plazas o tirados en el pasto de los parques como lo hace mucha gente.
Al finalizar este intenso camino seguimos hacia la zona más comercial en los alrededores de la Catedral. Así uno vaya de compras o no, vale la pena entrar a las tiendas por su buen gusto, meterse en todas las calles y frenar a tomar un café en cualquiera de los preciosos locales que se encuentran en cada esquina. Lo que tiene Viena en este sentido es que, vayas donde vayas, se siente mucha tranquilidad y orden. Es por demás agradable pasear por ahí y me animo a decir que es casi imposible meterse en una calle peligrosa. Uno se topa con callejones que llevan a fabulosas plazas, estatuas impresionantes decorando fachadas de edificios y cúpulas gigantescas que brillan con la luz del sol. En este punto fue que me percaté que me había enamorado de Viena y tuve la necesidad de llamar a mi amigo a preguntarle por qué se había ido de ese lugar que parece en papeles un sueño hecho realidad.
Día 2
La noche anterior compramos las entradas para ir al Palacio Schonbrunn por la mañana. Esta viene a ser la versión austríaca del Palacio de Versalles. Creo que es imprescindible leer un poco sobre su historia antes para ir imaginando paso a paso cada hecho histórico importante que se llevó a cabo en esos imponentes salones. Por suerte teníamos entrada, porque la fila para comprar ahí es infernal. Llegamos en metro súper bien y fácil, lamentablemente con bastante lluvia y un poco de frío. Agarramos las audio guías – que están incluidas con la entrada – y arrancamos. En general me aburren las audio guías, pero debo decir que esta no me costó en absoluto. Cuentan con bastante profundidad pero de forma rápida cada detalle de los espacios del Palacio de una forma muy entretenida. Lamentablemente no se permite sacar fotos adentro, pero van a tener que confiar en mí que es verdaderamente impresionante. Muchas personas dicen que es inclusive más espectacular que Versalles. En mi opinión, están casi empatados (muy política).
Los jardines son alucinantes también. Más chicos que su par francés, pero no menos impactantes. Están llenos de rosas, unas fuentes imponentes y al fondo un arco al que se puede llegar en 10 minutos a pie. Todo indica que, en Viena, todo está muy muy bien.
Este recorrido dura aproximadamente medio día. Así que salimos directamente a almorzar. Tomamos el metro y nos dirigimos hacia el barrio Laimgrube, donde se encuentra Schnitzelwitz, el restaurante local recomendado por Dany. Como buena fanática de las milanesas – de todo lo frito para decir verdad – este lugar es mi paraíso. Te sirven dos Schnitzels gigantes con elección de ensalada de papas o papas a la francesa, deliciosos, y todo a un precio súper razonable. El restaurante lo lleva una familia que se nota que se sabe todos los trucos y es una linda opción también para salir del circuito turístico y aprovechar a ver otro barrio más alejado de la multutud. Al recorrerlo, se pueden ver muchas tiendas de diseño y cafés más modernos pero igualmente con el sello de Viena, y es ideal para compras sin filas y disfrutar de un descanso.
Como queríamos entrar a algún museo, nos fuimos a la Plaza de María Teresa y elegimos el Museo Kunsthistorisches. El edificio es inmenso y muy lindo de por sí y toda la muestra se puede recorrer a paso rápido en una hora y pico.
Como – por suerte – a esta altura mejoró el clima, fuimos en dirección al Café Central, una recomendación que me pasó mi madrina que estuvo por la ciudad el año pasado. Resulta que este café es un clásico que está hace años instalado en Viena. El interior es, como todo por la ciudad, grandioso. Unos techos, lámparas y ambiente en general espectacular. Con un pianista tocando clásicos de fondo, nos sentamos a deleitar el lugar y probar un chocolate caliente con Apfelstrudel; porque Viena. ¡Lo súper recomiendo!
Después de pasear un poco más por la vuelta y comprar unos regalos, fuimos a comer y tomar algo a un lugarcito que nos llamó la atención el primer día y que tenía toda la pinta. Se llama el Kleines Café. Tiene mucha onda, es tranquilo, y tiene mesas afuera en una plaza por donde circula poca gente. Está bueno para experimentar, aunque sea un ratito, cómo es el movimiento de quienes viven ahí.
Lo que notamos con Andrés es que la gente pasa bastante tiempo sola. La mayoría de las mesas eran de una persona que estaba o con un libro o fumando mirando al infinito… o algo. La gente, como nos pasó en Budapest, da la sensación que se toma el espacio personal muy en serio, que tiene otro valor por el silencio y por el mismísimo estado pensativo. Una curiosidad que me dejó atónita es que en Viena se puede fumar adentro de los restaurantes. Cualquiera diría que una de las ciudades con la mejor calidad de vida del mundo esto ya lo tendría que tener resuelto, pero acá no es el caso. Para el que no fuma puede ser bastante molesto para ser honesta, pero cada cual con su tema y sino a cambiar de lugar.
A la vuelta al hotel ya bien entrada la noche, tomamos algo en el bar de abajo del hotel que está bastante bueno y después fuimos a preparar todo para el otro día. Toca Praga, la ciudad preferida de mi madre, y de muchísima gente tengo entendido. ¿Será que lo mejor está por venir?
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