3 cosas que aprendí después de los 30 años
Pasar de los veinte a los treinta significó una profunda transformación para mí. Más allá de los cambios significativos que ocurrieron de mi vida, como quedar embarazada y cumplir el primer año viviendo en un nuevo país, cuando llegué a los 33 años sentí que cerraba una etapa que comenzó, casualmente, a los 23.
Si bien cada año dejó su propio aprendizaje, los últimos estuvieron marcados por una mirada profunda sobre el mundo y cómo quería vivir dentro de él. Comencé a deshilar el pasado con ojos distintos y a anhelar el futuro por elementos completamente diferentes.
Se trata de una etapa donde comencé a plantear nuevos límites y limitaciones. Se trata del comienzo de una década que, hasta ahora, es mi preferida. Una aventura marcada por una renovada fuerza y unión a mi «yo» más sagrado.
Por eso, siguiendo de alguna manera la modalidad de un post que escribí hace algunos años (5 cosas que le diría a mi yo de 25 años), dejo en estas líneas una segunda parte no planeada e inesperada (capaz que tanto para mí como para ustedes) que resume los tres puntos más importantes en los que vengo reflexionando últimamente.
1. Vivir en «estabilidad» es una fantasía que puede que ni siquiera convenga
Durante estos últimos años, siempre hubo un momento donde perdí completamente la estabilidad que tenía hasta el momento.
Ya fuera la mudanza, algo en alguna relación personal o incluso algunos cambios inesperados en el tipo y flujo de trabajo. Algo siempre pateó la mesa y el rompecabezas que había llevado sus buenos meses armar, se dispersó por el aire.
Todas esas situaciones representaron un enorme desafío, mental sobre todo, para no caer en un túnel al vacío.
La última vez, sin embargo, me di cuenta de que me lo estaba tomando diferente cuando me escuché decir: ¿Sabes qué? Hoy me voy a dejar estar mal pero, en realidad, estoy tranquila. Esto le va a dejar espacio a algo mucho mejor, lo siento adentro mío y es lo que pretendo manifestar de ahora en más.
Un cambio de actitud por completo a todas las situaciones similares anteriores. Y, lo más fundamental, me creía cada palabra. Empecé a recoger las piezas y armar algo nuevo que terminó llevándome a algo mucho mejor.
¿Qué hice un tiempo después cuando en el plazo de 20 días se me liberaron al menos 20 horas de trabajo a la semana? Me anoté en un curso de literatura para escribir mi primera novela.
Hoy tengo más fe que nunca en que lo mágico de esta semilla está por llegar.
2. Existe una línea muy fina entre priorizarse y dejar de funcionar en sociedad
Me gusta la gente que no se rinde en su camino de evolución. Que no usa el «poco tiempo que le queda», o directamente la falta de tiempo, para justificar que dio por terminada su tarea de humanizarse.
En ese camino de evolución, algo importante es practicar el amor propio y priorizarlo. Más importante todavía, quizá, es ser consciente en que hay que mantenerse firme en los principios de uno y no amoldarlos para hacer caber las faltas de respeto de otros solamente porque deciden, como quieren y cuando quieren, comunicar con un megáfono opiniones que a nadie le interesan.
Con esto quiero decir que estoy de acuerdo en que hay que proteger descaradamente todo lo que sea parte de nuestro camino de sanación y evolución.
El problema es que he visto, en varios ejemplos ya, las diferentes maneras en que esto puede tergiversarse. He visto, incluso, lo fácil que es consumir el cuento del amor propio al extremo donde, en la supuesta protección de uno se invade descaradamente el camino del otro o simplemente se abusa de su existencia. He visto, sinceramente, mucha incoherencia en paquetes vendiendo «reconstrucciones personales» que no protegen el espacio personal, sino que incapacitan a las personas a continuar funcionando en sociedad.
Después de los 30 empecé a notar que algo en aquel discurso inspirador inicial comenzó a fallar, y encuentro más urgente que nunca el permanecer atenta al extremo, detectarlo y alejarlo a gran velocidad.
3. Llega un día en que agradeces incluso lo que más te ha dolido en la vida
Una de las prácticas más sanadoras comprobadas es el ejercicio de la gratitud.
En el viaje del autoconocimiento consciente, es una tarea casi obligada. Lo que me sorprendió, sin embargo, fue que después de haber pasado casi media década agobiada por un dolor ingobernable, un buen día no hace mucho tiempo, me levanté pensando que ese dolor —el mismo que me había quitado el sueño y llevado a sesiones ininterrumpidas de terapia durante años— era de las mejores cosas que me había pasado.
Me acuerdo el día que lo sentí por primera vez durante una mañana que, por todo lo demás, era completamente igual a las anteriores. Recuerdo mirar a mi alrededor como buscando testigos de lo que estaba sintiendo con igual dosis de incertidumbre y satisfacción. Detrás pude divisar a escasos metros una bandera ondeando sin viento simbolizando una misión cumplida. Juro que, hasta ese día, nunca imaginé que ese momento podía llegar.
Lo que más me reconfortó al reflexionar sobre esto fue que la sensación de gratitud, además, no surgió porque me hubiera «liberado de la persona que me había traicionado», o porque finalmente le había encontrado alguna explicación a todo un suceso cuya causa no era la que me planteo a menudo: que yo estaba fallida.
Estaba agradecida porque había atravesado las nubes y vuelto a ver el sol, por mis propios medios, por mi propia voluntad, a pesar de haberme sentido tan intensamente dañada.
Caí en cuenta que de no haber vivido lo primero me hubiese sido imposible levitar con esta nueva forma de estar, y ahí fue cuando me di cuenta de que —no siempre pero a veces—, lo que más cuesta vivir, es lo que más vale la pena vivirlo.
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