Sobrevivir o reventar – por María Celina
Coni y yo nos encontrábamos trabajando en Buenos Aires y María, en Washington D.C., por lo que no fue fácil planificar nuestro viaje al Sudeste Asiático a tantos kilómetros de distancia. Me cuesta creer que, después de tantos meses de espera, hoy ya haya pasado más de un mes de aquel día que nos econtramos y nos abrazamos a los gritos y con alguna que otra lágrima en el aeropuerto de Dubai, listas para comenzar la travesía. El primer punto y más importante de nuestro contrato de convivencia hace hincapié en la actitud positiva de las partes ante cualquier adversidad durante esta aventura. Además, para aprovechar el viaje al máximo y vivirlo desde diferentes perspectivas, decidimos dejar de lado los prejuicios y apostar a nuevas experiencias. Nos pusimos el chip del «sí fácil» y adoptamos la actitud correspondiente para enfrentar cualquier tipo de situación bizarra que se nos presentara.
No dudamos en probar todos los transportes habidos y por haber: avión, tren, bus, ferry, moto, bici, tuk-tuk y bus nocturno (léase colectivo con fila de camillas, sin opción de semtarse).
Degustamos absolutamente todos los platos de cada lugar que visitamos, y hoy, mis tres kilos de más y yo estamos muy agradecidos de habernos deleitado con estas comidas tan raras como impronunciables, aunque, más de una vez, tuvimos que pedir un plato de arroz blanco extra para sacarnos el ardor de cerebro causado por el bendito picante que utiliza esta gente para condimentarlos.
Lo mas arriesgado fue jugar con las categorías de los alojamientos; todo un desafío en el que, más de una vez, fuimos a sorteo para ver quién se sacrificaba por el equipo. El peor sacrificio que me tocó fue dormir sola en una habitación en el medio de un campo de arroz en Bali, a diez metros del baño que quedaba cuesta arriba en la montaña. También recuerdo a Coni en Malasia, diciéndome: «¡Dale, Celina, nosotras ya matamos una cucaracha cada una, ésta te toca a vos!».
Pasamos por superhoteles donde dormíamos como reinas, pero que no voy a entrar en detalles porque las noches allí fueron demasiado normales.
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Rodolfo |
También, dormimos en hostels con habitaciones compartidas con ocho personas de diferentes nacionalidades, y en hasta una choza mínima con cama de plaza y media para tres. La última tenía un ventilador que, además de no tirar aire, por cada movimiento que hacía tocaba una serenata aguda, que acompañada por el grito de los guecos (lagartijas), sonaba como una canción a la cual no nos quedaba otra que acostumbrarnos para no llorar. Me acuerdo de la primera vez que vimos un bicho de estos en nuestra habitación; después de gritar finito como locas por unos tres minutos y medio, nos dimos cuenta de que era misión imposible sacarlo de ahi, así que decidimos actuar como gente madura: lo apodamos Rodolfo y aceptamos que teniamos q compartir la noche con él. Estábamos las tres acostadas con la luz apagada tratando de dormir sin movernos y conteniendo la respiración como si esta fuese la solución al miedo. Como no podía dormir pensando en nuestro amigo, cada tanto le sacaba fotos al techo para ver si seguía ahí. De repente, tal como lo había adelantado María, saqué la foto y el queridísimo no estaba mas ahí, motivo suficiente para que empiecen los gritos mezclados con risas otra vez. Era tal el cansancio que manejábamos que nos quedamos dormidas. Al tercer día de convivencia ya era uno más, miedo superado.
Y hablando de superar, me pregunto cómo se supera el regreso a casa después de haber vivido semejante experiencia. Sé que volver a la rutina, empezar de cero, no va a ser tarea fácil. De todas formas, creo que no vale la pena perder el tiempo pensando en eso ahora, voy a seguir disfrutando esta increible oportunidad que me presentó la vida y, como dice Calamaro, dejar que a mi destino lo maneje la suerte.
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